Donde fuimos a morir
Leí en Twitter hace dos días que no era un exilio. Leí en Twitter que, si acaso, se trataba de buscar un futuro mejor, mejorar el idioma, nutrirse de experiencias, qué sé yo. Ya no leo los periódicos españoles por Internet. Leo Le Monde. Comparto piso con cinco españoles que también se han exiliado para mejorar su francés (digo yo). Nico es ingeniero químico; Marcos es biólogo; María hizo un módulo de estética; Juan es arquitecto; y Mónica no estudió. Sus padres nunca se lo perdonaron.
Cuando cenamos, lo hacemos juntos, porque somos una familia. Nadie toca el plato hasta que todos estamos sentados en la mesa de Ikea que gobierna el centro más exacto del salón. Marcos nos lo enseñó, lo de esperar a que estuviéramos todos sentados para cenar, digo. Lo había aprendido en la residencia de estudiantes. En las cenas siempre sale España como tema a abordar, como problema que debe ser solucionado de inmediato. Y nos creemos con voz: levantamos las manos y vociferamos dejando claras nuestras posiciones. María casi nunca habla. Ella escucha, y lo hace muy bien. Mira con los ojos muy abiertos nuestras disquisiciones. Y escucha, lo hace realmente bien.
Esta noche le ha tocado el turno a las becas. Nico se queja de que están dadas a dedo (a dedillo, ha dicho realmente). María le de la razón con la cabeza y mira los espacios blancos de la cara de Nico que la barba no ha conseguido atajar. Son tres. Nico siempre ha detestado tener un pelo tan asimétrico en la cara. Juan niega y le dice que, por lo que a él le ha tocado vivir, las becas son un terreno yermo a las corruptelas. “A mí me han dado dos y sin enchufes: postularme, mandar mis datos y punto. Y esperar, en eso sí te tengo que dar la razón, tardan de la hostia”, dice. Yo esta vez no hablo, porque nunca me he postulado a una beca. Quizás porque, como Nico dice, se dan a dedillo y no se me ha ocurrido nunca ningún padrino al que acudir.
Me toca fregar los platos y vasos de la cena y pienso en si me he equivocado al no pedir una beca mientras estaba en España. Me licencié en Periodismo y me puse a trabajar. No pasó ni una semana. Gracias a que había ganado un concurso de la consejería de Cultura de mi ciudad, conseguí renombre dentro del mundillo literario local. Estuve un año entero escribiendo sobre las fiestas de los pueblos de mi Comunidad. El recuento fue este: 230 misas, 45 barbacoas multitudinarias, 132 desfiles (de los cuales, 92 estaban formados por gigantes, cabezudos y banda de música) y 15 procesiones solemnes. Allí estuve, intentando dar lo mejor de mi mismo, siendo objetivo, entrevistando a señores y señoras mayores sentadas en sillas de plástico, mirando los fuegos de artificio y a los jóvenes danzar borrachos.
María me coge del culo y, del salto, del susto, dejo escapar de mis manos el vaso que estaba fregando. Se rompe en miles de pequeños trozos en la pila. María mira asustada. No hay corte. “¿Piensas en volver a España?”, le pregunto. “No sé, París me gusta mucho y el trabajo en el bar no es del todo malo. No sé, creo que de momento, no”, me responde al segundo. Todos trabajamos en bares en París. Parece ser el destino de los españoles en esta ciudad, como el de los inmigrantes en España, que suelen llevar escrita la palabra CONSTRUCCIÓN (así, en mayúsculas) en sus camisetas raídas. María es la que más cobra. Todos le comentamos, entre bromeando y alertándola, que es debido a que es la que más enseña cacho mientras trabaja. Ella se ríe, pero todos sabemos que luego se pregunta en su habitación si está actuando como una puta.
Vemos un partido de la selección. Llevábamos meses sin ver fútbol. Esta vez hemos tenido suerte porque el partido es contra Francia. Miramos las gradas. En ellas, se suceden grupúsculos de aficionados españoles que enarbolan la roja y gualda con orgullo, con fiereza, incluso con aires de superioridad. “A mí me da puto asco la bandera de España, os lo digo así de claro”, digo tras un balón al palo de Iniesta. Mónica se levanta enfadada. Es la que siente más profundamente el fútbol. “Eso es como decir que te dan asco tu padre y tu madre. Vamos, eso es una gilipollez como una casa. Entonces, ¿eres francés? ¿O moro?”, me dice subiendo la voz a cada palabra. “Que no, coño, que a mi no me representa la bandera de un país que me ha echado. Las banderitas, para el que las quiera”, digo. No me gusta discutir de mi sentimiento hacia la enseña, quizás porque mis argumentos están cogidos por los pelos y puedo terminar perdiendo.
España gana con un gol de Soldado de cabeza en el minuto 89. Mónica salta y me lanza un corte de mangas que está a punto de impactar en mi ojo derecho. Se abraza con Juan. Él también se sigue sintiendo de allí, de donde no nos dejaron crecer, pero no se posiciona por si algún día tiene que arrepentirse de sus palabras. Nico trae las últimas cervezas, que se escondían detrás del embutido. Están muy frías y aún desprenden un tufillo a chorizo del pueblo de María. “Lo que me parece la hostia -empieza contando Marcos- es que se sepa que el Gobierno se ha cargado dos discos duros con información sobre su contabilidad B y no pase nada. ¿No os da la sensación, viéndolo desde fuera, que los demás ven a España como hace un año veíamos nosotros a Venezuela? Da vergüenza”. Cae como el hielo sobre la mesa sucia y nadie lo limpia. Marcos lanza su mirada hacia mí esperando una respuesta. “Estoy un poco out, no leo los periódicos españoles”, le respondo. “Ves, eso es lo que digo. Hasta xxxx, que es periodista, se sonroja con España. Es eso, han hecho que nos avergoncemos de decir de dónde somos”, suspira Nico. Cuando termina, relaja la espalda y la vuelve a pegar con la parte más mullida del sofá. Yo sigo en una silla, mirando al suelo, jugando con mis tobillos.
María empieza a tener sueño. Lo sé porque los ojos se le cierran poco a poco, como si los movimientos de sus párpados estuvieran planeados, pero sabe que toca conversación, como todas las noches. Algo que sí nos trajimos de España es la sobremesa, en todas sus vertientes, incluso cuando comemos fuera. Nos quedamos en los restaurantes removiendo los posos de café hasta que se quedan completamente líquidos, sin rastro de espuma. Los camareros nos miran y nos piden por favor que nos marchemos, que quieren empezar a recoger. Nosotros trabajamos en bares, los entendemos. Aguantamos unos minutos y nos levantamos dejando una buena propina. “A mi lo que realmente me fastidia de España es que el pillo es el rey. No os podéis imaginar la multitud de hijos de puta que me han pasado por encima mientras trabajaba allí”, dice Nico. “Y no sólo eso –sigue-, luego ves quién tiene los mejores puestos y flipas. Y por no hablar de las privatizaciones de la sanidad, los ERE’s fraudulentos, los nacionalismos trasnochados, las ayudas a los bancos, los 6 millones de parados y subiendo…uff”. Se vuelve a hacer el silencio, como siempre, tras darnos de cara con la realidad. Miro el reloj. En 4 horas tengo turno de desayuno en el bar. Debería dormir. “A mi hermano le han llamado para trabajar, gratis, en una empresa de Madrid. Me ha contado que la tía le hablaba con un tono como en plan: te estamos haciendo un favor viniendo a trabajar ocho horas sin cobrar un puto duro. Increíble”, dice María. Nos hierve la sangre. “Puto asco”, termino diciendo.
Mónica quiere sacar el Trivial y esperar a que falte una hora para ir a nuestros trabajos. Su plan es que nos duchemos y vayamos a trabajar. “Total, aquí no nos conoce nadie y podemos ir con cara de muertos”. Repite esa frase cada vez que llega a casa de borrachera. Yo levanto la mano y me rindo. “Me voy a dormir”, digo mientras suenan abucheos e insultos. Sonrío y enfilo el pasillo en el que están alineadas, de derecha a izquierda, nuestras habitaciones. Es lo que menos me gusta de la casa, que las habitaciones estén tan cerca, te quitan libertad, privacidad. Yo tengo la del centro, si me muevo en la cama, Nico, que está en la primera y Juan, que está en la última, pueden descifrar incluso hacia que lado me he movido. Me acuerdo de mi casa de España y sus 120 metros cuadrados. Me acuerdo de mamá antes de perder el trabajo. Me acuerdo de salir jueves, viernes y sábado. Cierro de un portazo.
Enciendo el portátil e intento buscar a mis amigos en Facebook. Están casi todos conectados, ninguno de ellos tiene que trabajar mañana. Les pregunto si han encontrado curro o si, por lo menos, están buscándolo o si hay alguna entrevista en el horizonte. Todos responden que buscan pero no encuentran. Uno me dice que el banco les va a quitar su casa porque deben 1.200 euros. Otro me dice que si me acuerdo del político que fue ministro, que luego dirigió un banco y lo hundió. Le digo que no, que por desgracia, he olvidado su nombre. Me cuenta que ahora cobra de Telefónica y del Banco Santander. Le digo que qué quiere, que España es otra cosa. En realidad uso la expresión “otro rollo”. Le recuerdo el ejemplo que nos dio Finlandia encarcelando a los culpables de la crisis económica del país. Me da la razón y suspira.
Navego por Facebook buscando fotos de mi exnovia, la que dejé cuando vine a París. Mejor dicho, la que me dejó por un farmacéutico cuando me quedé sin trabajo y me tuve que ir fuera de España a trabajar. Las encuentro, las fotos, en Córcega, en la isla de El Hierro, en restaurantes japoneses carísimos. Miro mi mesilla de noche y encuentro un libro de Ellroy sacado de la biblioteca pública que tengo cerca de mi casa. Está desvencijado, amarillento, marcado con lápiz. Miro el atún toro de la foto de mi ex con el farmacéutico. No lloro porque ya lo hice en su momento. Cierro el portátil con furia y me meto en la cama, pero no duermo en las cuatro horas que me quedan.
Cavilo. Pienso en el día, la hora y el minuto exacto en el que decidí la carrera que hacer. Era 2005 y la economía española despuntaba con traje de chaqueta y puros caros. “Periodismo”, le dije a mi madre. Frunció el ceño y me dijo que lo que quisiera. Luego fue Lehman Brothers y la explosión de la burbuja inmobiliaria. Luego llegaron las teles y radios cerradas y un futuro negro. Y yo ahora, en París a las 4.30 de la mañana. Me levanto a por un vaso de agua porque pensar me ha dejado la boca seca. Mónica aún ve la tele, un capítulo de Breaking Bad en francés. Me quedo en la cocina americana, sin hacer mucho ruido, intentando comprender el cerrado acento parisino del actor que dobla a Walter White. Mónica mira hacia atrás y con ojos de sueño me sonríe. “No puedo dormir”, le digo. La palma de su mano se asienta a su lado, en el hueco del sofá que queda, invitándome a acompañarla.
Preparo el café au lait y los croissant con maestría, siendo perfeccionista hasta la extenuación. Mi jefe me lo ha agradecido varias veces. En el bar en el que trabajo se cobra mejor que en muchas empresas españolas, incluso se trabaja menos, pero se es más eficiente. El bar es de la cadena Crous, unos bares para universitarios, con precios razonables y comida para todos. Allí, varias veces, me cruzo con muchos españoles que han venido de Erasmus. Los miro e intento descifrar el presente tan bonito que están viviendo, contraponiéndolo con el futuro depresivo que les espera. Lo hago mientras meto con presión el paño en un vaso que acabo de sacar del lavavajillas. Cuando piden lo hacen con su francés aprendido de carrerilla a través de un profesor particular que iba a casa. Yo sonrío y para que se les pase el nerviosismo, les contesto en español. A partir de ahí se abren los típicos temas: cómo terminaste aquí, “qué mal va en España, tío”, de dónde eres, “oye, dame tu número y un día quedamos para salir”.
Nunca llaman y yo sigo quitando una mancha de café centenaria en el mármol de la barra. Y luego vuelvo a casa y ceno con mis cinco compañeros de piso, todos a la vez, igual de cansados, de desesperanzados; inseguros cuando les preguntan por ahí dónde nacieron y a dónde fueron a morir.
Por David Cano